El día después de que el rey Juan Carlos anunciara su
intención de dimitir, me mandó un amigo un e-mail recordando que un año atrás
estábamos en Paris; mi amigo consiguió
con doble intención recordarme lo bien que pasamos aquellos tres días en plan
mochililla, con base en un hotelito cercano a la Place de la Republique
(casualidad), y los comentarios habidos
en uno de nuestros refrigerios respecto al desgaste de la casa real española a
causa de urdangarines, elefantes y otras licencias, comentándose en el grupo la posibilidad de la
renuncia para dejar que el sucesor
intentara sanear y recuperar la institución.
No pretendo reflexionar en este
momento sobre la monarquía como sistema de gobierno, sino comentar algunas
circunstancias sobre la restauración de la misma en España y algunos cambios
demográficos importantes cuya consideración habría que analizar en algún
momento.
El rey dimisionario fue nombrado
en 1969 sucesor, a título de rey, en la jefatura del Estado por Franco, el
dictador que usurpó y secuestró la soberanía nacional mediante un levantamiento armado contra el
gobierno legalmente elegido por los españoles de entonces; cabría por tanto dudar de la “legitimidad” de esa restauración
decidida por quién se apoyaba en la fuerza de los sables, situación repetida
antes en la historia de España (Prim y Amadeo de Saboya)
La legitimación la encontramos en
el pacto monárquico consensuado por las principales fuerzas políticas en la
Transición y refrendado en nuestra Constitución de 1978, la principal norma
organizativa de nuestra convivencia en común como pueblo. La denominada Carta
Magna establece que nuestro Estado funciona políticamente mediante el sistema
de monarquía parlamentaria, que el rey es el Jefe del Estado y
establece la transmisión hereditaria del título de rey, que ha de ser proclamado
por las Cortes Generales y prestar juramento ante ellas.
Sin embargo, las numerosas
manifestaciones populares e individuales realizadas estos días expresando el
anhelo de cambios en nuestro sistema de gobierno estatal, me han sugerido una
duda,
¿la esencia de la democracia se respeta si las decisiones
de una generación rigen de manera
obligada para las siguientes generaciones?
Y me surge esta pregunta al
pensar que han pasado más de 35 años desde entonces, periodo en el que han
cumplido 18 años muchos españoles que no pudieron votar la Constitución en
1978, por no tener edad o por no haber
nacido.
Según el INE, entre 1961 y 1996 han nacido casi 24
millones de españoles, que no pudieron votar en 1978, casi tantos como los
que estaban en el censo electoral ¡¡y varios millones más de los que votaron el
SI¡¡, lo que explicaría en parte los movimientos surgidos recientemente en
petición de cambios por no haberlos protagonizado.
Interesante tema de debate ¿no
les parece?, la renovación o refrendo de las decisiones adoptadas
democráticamente cuando crecen o se renuevan las generaciones censadas
electoralmente.
¿habríamos de consultarles su
opinión sobre hechos y decisiones vividos y adoptados sin su participación? ¿ha
de vincular la herencia democrática a las generaciones futuras?