viernes, 6 de junio de 2014

LA TEMPORALIDAD DEMOCRATICA DEL VOTO CENSADO


El día después de que el rey Juan Carlos anunciara su intención de dimitir, me mandó un amigo un e-mail recordando que un año atrás estábamos en Paris; mi amigo  consiguió con doble intención recordarme lo bien que pasamos aquellos tres días en plan mochililla, con base en un hotelito cercano a la Place de la Republique (casualidad), y  los comentarios habidos en uno de nuestros refrigerios respecto al desgaste de la casa real española a causa de urdangarines, elefantes y otras licencias, comentándose  en el grupo la posibilidad de la renuncia  para dejar que el sucesor intentara sanear y recuperar la institución.

No pretendo reflexionar en este momento sobre la monarquía como sistema de gobierno, sino comentar algunas circunstancias sobre la restauración de la misma en España y algunos cambios demográficos importantes cuya consideración habría que analizar en algún momento.

El rey dimisionario fue nombrado en 1969 sucesor, a título de rey, en la jefatura del Estado por Franco, el dictador que usurpó y secuestró la soberanía nacional  mediante un levantamiento armado contra el gobierno legalmente elegido por los españoles de entonces; cabría por tanto dudar de la “legitimidad” de esa restauración decidida por quién se apoyaba en la fuerza de los sables, situación repetida antes en la historia de España (Prim y Amadeo de Saboya)

La legitimación la encontramos en el pacto monárquico consensuado por las principales fuerzas políticas en la Transición y refrendado en nuestra Constitución de 1978, la principal norma organizativa de nuestra convivencia en común como pueblo. La denominada Carta Magna establece que nuestro Estado funciona políticamente mediante el sistema de monarquía parlamentaria, que el rey es el Jefe del Estado y establece la transmisión hereditaria del título de rey, que ha de ser proclamado por las Cortes Generales y prestar juramento ante ellas.
 

La Constitución Española fue votada y aprobada en Referéndum nacional el 6 de diciembre de 1978, por el 87,87% de los votantes (abstención del 32,89%); el censo ascendía a 26 millones seiscientos mil inscritos y votó el 67,11%, por lo tanto verde y en botella: el texto constitucional fue respaldado por los españoles con derecho a voto en ese momento y todas sus disposiciones están vigentes.

Sin embargo, las numerosas manifestaciones populares e individuales realizadas estos días expresando el anhelo de cambios en nuestro sistema de gobierno estatal, me han sugerido una duda,

¿la esencia de la democracia se respeta si las decisiones de una generación rigen  de manera obligada para las siguientes generaciones?

Y me surge esta pregunta al pensar que han pasado más de 35 años desde entonces, periodo en el que han cumplido 18 años muchos españoles que no pudieron votar la Constitución en 1978,  por no tener edad o por no haber nacido.

Según el INE, entre 1961 y 1996 han nacido casi 24 millones de españoles, que no pudieron votar en 1978, casi tantos como los que estaban en el censo electoral ¡¡y varios millones más de los que votaron el SI¡¡, lo que explicaría en parte los movimientos surgidos recientemente en petición de cambios por no haberlos protagonizado.

Interesante tema de debate ¿no les parece?, la renovación o refrendo de las decisiones adoptadas democráticamente cuando crecen o se renuevan las generaciones censadas electoralmente.

¿habríamos de consultarles su opinión sobre hechos y decisiones vividos y adoptados sin su participación? ¿ha de vincular la herencia democrática a las generaciones futuras?